martes, 17 de marzo de 2009

Con mucho cuento: Ana Gómez Pérez-Nievas


Por primera vez en dos años recogió su rosario del suelo y se lo metió con cuidado en el bolsillo, sin mirarlo. Se le había caído el primer día, pero nunca se atrevió a recogerlo. No es que hubiera perdido la fe, al menos eso se repetía a si misma todas las mañanas frente a la pequeña ventana que daba al patio. Pero tampoco pensaba en Dios, ni rezaba, como hubiera hecho antes de entrar ahí cada noche.

Se envolvió el cabello lleno de canas en un moño mientras caían sin remedio sobre su frente algunos mechones. Suspiró con honda tristeza, pero sin ruido y miró de nuevo al sol a través de la ventana. Ya casi no recordaba lo que podía ver desde las amplias ventanas de su casa, pero tampoco pasaba muchas horas del día en ellas. Una imagen de sus niñas jugando en el patio trasero sacudió su mente y tras el fuerte vuelco, las náuseas y el escalofrío habitual, se retiró un mechón de la cara y se sentó en la mugrienta cama, que crujió con fuerza.

Tenía Nicanora una agilidad sorprendente en su cuerpo teñido de viejo por los años, y al notar una cucaracha se levantó con soltura. A pesar de su agilidad, todos le echaban diez años más de los 47 que había vivido. Grandes ojeras bajo firmes ojos negros, piel oscura y fuerte acento cubano sorprendían a todos sus clientes. No era tan habitual una mexicana con esa negrura y ese caminar.

Diez minutos. Le habían dicho que tenía diez minutos para recoger la celda y seguro que ya había malgastado seis. Se preguntó qué era lo primero que iba a hacer cuando se viera por primera vez libre y se acordó de su marido. Tampoco es que sintiera necesidad de verle, pero quizá hubiera sido más fácil todo con él vivo. O quizá no, porque habría complicado las cosas con su cobardía y su bocaza.

Escuchó el sonido, temible sonido de las llaves colgando por el pasillo y los pasos acercándose. Curiosamente todo estaba calmado ese día y las mujeres tomaban el sol en el patio sin prisa. Nicanora no tenía nadie de quien despedirse, por lo que se volvió hacia la puerta y respiró profundamente. Parecía que una lágrima se le hubiera pegado con fuerza en la mejilla, pero era un recuerdo que no tenía sólo desde la cárcel. Intentó despegar las suelas de sus zapatos impecables del suelo, pero nada en su cerebro dio la orden de caminar. Una oficial le observaba desde el otro lado de la puerta y comenzó a hacerle señas para que se moviera. Nada. El silencio, el terror en sus profundos ojos negros, el rosario colgando en el interior de su bolsillo.

“¿Qué pasa, Rodríguez, no quieres salir?”, le espetó con fuerza. Nicanora no esperaba ese grito porque no había podido observar los movimientos de su cara, así que retrocedió por impulso. Todo su cuerpo temblaba. Desde aquella noche nunca se había sentido así de paralizada.

Recordó su casa, en la esquina de la calle tres entre las avenidas dos y cuatro, y el sol que pegaba con fuerza todas las mañanas. Recordó cuando explicaba a los clientes de su cocina económica cómo ella nunca iba a salir de aquella casa. “Ni por el muerto”, les decía, refiriéndose a su marido, que le había dejado un pequeño terreno como herencia. “Pero tus hijas estarán mucho mejor en el campo”, respondían algunos. “Nadie me moverá de esta casa”, volvía a repetir siempre Nicanora, sujetando las viejísimas gafas, mucho más viejas que ella, que llevaba siempre colgando sobre el pecho, y que jamás llegaba a ponerse.

Pero sí habían conseguido sacarla de su casa. Pensó que a lo mejor su prima Rosaura, la única persona que había ido a verla durante todo ese tiempo, habría limpiado la casa. “Seguro que sí”, y eso le permitió dar unos pasos hacia delante. Muy cortos, muy lejanos de los que siempre daba ella. Pensó también en el café que tomaría en cuanto llegara: un café negro como sus ojos, fuerte como su alma. Y eso le hizo avanzar otros tres pasos, hasta que consiguió salir de la celda.

“Al fin ha salido a la luz la verdad”, le dijo con dulzura su prima en la puerta. Nicanora intentó sonreír, pero sólo acertó a levantar el labio superior. Las dos mujeres caminaron en silencio hasta llegar al camión, donde se subieron, rodeadas de rostros iguales que los de ellas. El camión no hizo ninguna parada hasta llegar a la avenida once, cuando una mujer gritó “¡baja!” con fuerza.

“Ahorita comerás un poco de pollo con mole, que lo hice bien rico, y te sentirás mejor poco a poco”, consiguió decir Rosaura, con el cuerpo también temblándole. Pensó entonces Nicanora en su comida fría, en cómo las niñas siempre se reían al verla comer los restos de sus guisos sin calentar. Y una nausea, un profundo escalofrío recorrió su cuerpo y se sintió desmayar. No le quedaban lágrimas, pero las dos mujeres se tuvieron que bajar del camión.

“Ya pasó, ya pasó”, repetía Rosaura intentando abrazarla, abarcar todo su cuerpo robusto y malgastado. “Tú no las mataste, ya pasó”. Y no fue esa palabra sino la sangre, la imagen de la sangre recorriendo las manos de su hija lo que sometió a su cuerpo a una convulsión incontrolable. Y el vómito le hizo pensar de nuevo en la sangre, hasta que Rosaura le limpió la boca, le acercó a un puesto de jugos y le obligó a tragar naranja a la fuerza.

De nuevo en marcha, Rosaura ya no soltó su mano rechoncha ni abrió la boca hasta que Nicanora obedeció y comió el pollo y el mole y un largo vaso de café negrísimo como su alma y profundo como sus ojos.

En el pueblo todos pensaban que eran sus hijas, pero en realidad eran sus nietas.

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